"Las elegidas" Novela ganadora del Certamen Nacional de Literatura Erótica 2016

Cuentos Fantásticos y de Terror

Novelas Cortas

martes, 30 de mayo de 2017

La curva

(Relato publicado en el fanzine The Wax Nº 1)
Para descargar fanzine completo en pdf hacer clik en el siguiente enlace

El coche entró en una curva cerrada y ciega. Juan ralentizó la marcha. Promediando la curva el sonido del motor cesó, como si el auto hubiese sufrido el colapso de su sistema eléctrico. Se apagaron las luces y el auto quedó muerto. Juan miró el tablero, extrañado.

–Se murió –dijo.

Desde el asiento trasero Mariela pudo notar el sonido del tambor de encendido y los movimientos de Juan intentando darle arranque, pero el auto en verdad estaba muerto. Mariela sintió calor, bajó la ventanilla y sintió la brisa fresca de la noche ingresando al auto. Cerró los ojos y dejó que el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto la acunara. El murmullo de los insectos y alimañas del monte la envolvió por completo.

–¿Qué pasó? –preguntó Carla, despertando en el asiento del acompañante.

–No sé. Se murió –atinó a decir Juan.

Cuando completaron la curva divisaron un paisaje que los dejó atónitos. Cien metros por delante un automóvil se encontraba estacionado con las puertas abiertas. Sobre el asfalto había un bulto atravesado. Carla se tapó la boca, ahogando un grito de terror.

–¿Es un cuerpo? –preguntó Carla.

–No sé. Puede ser. Parece que hubo un accidente –contestó Juan.

El auto se fue deteniendo sobre la banquina con la última reserva de inercia que le quedaba. El cielo veteado de nubes descubrió la luna por completo y la claridad fue avanzando como una mano gigantesca que acariciaba el monte. Cuando la claridad se derramó sobre la ruta, el panorama que se abrió delante de ellos se tornó aún más aterrador. A veinte metros del auto con las puertas abiertas se encontraba otro auto detenido. Diez metros más adelante otro, luego otro y otro.  El auto detuvo su marcha. Quedaron a treinta metros del auto que tenía las puertas abiertas. El extraño bulto sobre el asfalto dejó de ser una incógnita: era un cuerpo.

–Parece que hubo un accidente, y groso –dijo Juan.

–Está lleno de autos –agregó Mariela, como si ese detalle le preocupara–. Acá pasó algo grave –agregó.

El cementerio de automóviles, con un cadáver tirado sobre la ruta a modo de prefacio, se extendía hasta donde la claridad nocturna permitía ver. Mariela se estremeció en su asiento. Aquellos autos estaban tan muertos como el auto de ellos. Un pensamiento siniestro atravesó su alma como un ave de alas frías y filosas: “así debió empezar para todos ellos”. De repente se dio cuenta de algo que terminó por horrorizarla: los sonidos del monte habían desaparecido. Pero algo le resultaba aún más extraño: los insectos no se habían llamado a silencio, temerosos por la presencia de extraños. No. Fue como si el propio lugar se hubiese vaciado de todo vestigio de vida.

–Esto es grave –dijo Juan–, parece un choque en cadena.

–No –antepuso Mariela–, esto no fue un accidente.  

Mariela agarró la manija del levantavidrios y comenzó a girarla con desesperación hasta que el cristal se topó con el marco de la puerta.

–Voy a ver qué pasó –dijo Juan.

–Yo te acompaño –propuso Carla.

–¡No! –suplicó Mariela–. ¡No salgan, por favor!

–Vamos a ver qué pasó allá adelante –le dijo Juan–. Quedate tranquila.

Carla se soltó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y se puso de costado, bajando las piernas, como suelen hacer los ancianos o las personas obesas para bajar de un vehículo. Su panza de ocho meses y medio limitaba todos sus movimientos.

Juan avanzó hacia el auto. Carla lo siguió muy despacio por detrás, permitiendo que le saque una notable distancia. Mariela pudo ver a Juan extraer del bolsillo del pantalón su teléfono celular y golpearlo varias veces contra la palma de la mano. “También está muerto” pensó Mariela. Juan caminó muy despacio sin mirar al frente, miraba su teléfono muerto golpeando sobre su mano. Cuando llegó a dos metros del cadáver, todo cambió. Se detuvo y permaneció petrificado durante varios segundos observando el cuerpo. Estiró su brazo hacia atrás exhibiendo la palma de la mano hacia Carla.

–¡Al auto! ¡Volvé al auto!

Una sombra irrumpió desde los matorrales derribando a Juan sobre la ruta. Luego se sumó otra y otra más. Carla comenzó a gritar llevándose las manos a la cara, pero no pudo moverse. Desde el auto, Mariela pudo observar a Carla contraerse en espasmos producto del llanto y de los gritos de terror. Un charco comenzó a dibujarse alrededor de sus pies.

Una sombra avanzó junto al auto en donde aguardaba Mariela. Cuando pasó frente a la ventanilla la vio con claridad. Eran animales, pero no cualquier animal. Eran leones. Otro animal pasó por delante del auto con la cabeza a gachas en dirección a Carla. Mariela solo pudo soltar un grito de angustia que se ahogó en el rugido de las bestias.

Carla solo tuvo tiempo de darse vuelta. Uno de los leones saltó apoyando sus enormes patas en los hombros de Carla y clavando sus dientes en el cráneo. Carla cayó de espaldas sobre la ruta. Mariela lloraba dentro del vehículo mientras veía como las bestias desgarraban y despedazaban a su amiga. Uno de los leones comenzó a desgarrar su vientre y a mover la cabeza como si fuese un cachorro jugando con un muñeco de trapo. La bestia que tironeaba de su vientre comenzó a retroceder arrastrando un pedazo de Carla por la ruta: se llevaba el cuerpo del no nacido. Mariela creyó ver movimientos en los brazos de la criatura. Se tapó los ojos y lloró hasta que sus energías se lo permitieron. De pronto, en un intento desesperado por detener aquella locura, bajó del auto, cerró los ojos y gritó con todas las fuerzas que quedaban en ella:

–¡¡¡Basta!!!

El rugido de los leones desapareció. El sonido de los insectos del monte regresó. La frescura de la noche envolvió su rostro transpirado. Mariela comenzó a relajarse entre jadeos, exhausta. A través de sus párpados notó encenderse las luces de la ruta, sintió los motores de los autos. Escuchó los gritos desesperados de personas que la llamaban. Abrió los ojos y vio pasar un vehículo a toda velocidad. Miró hacia la banquina y vio a Carla y a Juan que la llamaban con desesperación. Sintió un fuerte rugido a sus espaldas, pero no era un león, no era el rugido de ningún animal conocido, era un rugido que iba creciendo a cada segundo. La sensación fue la de cincuenta toneladas de metal que se le vinieron encima.

 

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